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1 de Diciembre de 2002

El genocidio ecologista

Algunas de mis amistades me dicen que exagero, y que soy injusto cuando protesto ante la actuación de los ecologistas, especialmente ante la de la multinacional Greenpeace. Que tienen buenas intenciones, aun que de vez en cuando echen un borrón. Desafortunadamente, tantos borrones no pueden hacer un buen cuadro. Y no lo pueden hacer porque sus pinceles no pueden mostrar otra cosa, si quieren seguir pintando.

Existe una teoría que procura explicar el funcionamiento político de las democracias occidentales, la llamada Teoría de la Elección Pública. Sus creadores han logrado explicar un gran número de fenómenos basándose en un simple principio: los políticos, como todos los demás, sirven a su propio interés. Yo propongo llevar esta teoría al ámbito que ocupa este artículo. Pónganse ustedes en el lugar de un directivo de la multinacional Greenpeace. Cobra un buen sueldo, que depende en exclusiva de las aportaciones de sus socios y las donaciones de algunas empresas. ¿Cuál será uno de los principales objetivos de ese señor? Evidentemente, seguir cobrando su sueldo. ¿Y como lograrlo? Pues procurando convencer por todos los medios que el mundo está siempre al borde de una catástrofe ecológica sin precedentes, y que sólo ellos pueden presionar para evitarlo, pues las pérfidas multinacionales (no la suya, claro) y los gobiernos a su servicio no harán nada para evitarlo.

Basándonos en este principio, se explican muchas de las actuaciones de los grupos ecologistas, como las referidas al papel del CO2 en el supuesto calentamiento global o al de los CFCs en la reducción de la capa de ozono, ambos basados en supuestos científicos bastante discutibles. Aunque no todas, puesto que parte de sus integrantes están dentro de un grupo que practica lo que se llama "Ecología profunda". Esta filosofía (guía del grupo terrorista Earth First!) adora a la madre Tierra y le otorga mayor importancia que a la humanidad misma. Para muchos de ellos, un genocidio no vendría mal del todo. En palabras de David M. Graber, del National Park Service de Estados Unidos:

Ni la felicidad humana, ni ciertamente su fecundidad, son tan importantes como un planeta salvaje. Sé que los científicos sociales me recuerdan que la gente es parte de la naturaleza, pero eso no es verdad. En algún lugar de la línea evolutiva -hace un millón de años, o quizá quinientos mil- incumplimos el contrato [con la naturaleza] y nos convertimos en un cáncer. Somos una plaga para nosotros mismos y para la Tierra.

Es cósmicamente improbable que el mundo desarrollado opte por acabar con su orgía de consumo de combustibles fósiles, y que el Tercer Mundo detenga su suicida devastación del paisaje. Hasta el momento en que el homo sapiens decida reintegrarse a la naturaleza, algunos de nosotros sólo podemos esperar que aparezca el virus adecuado.

No se crean que esto es tan excepcional. Algunos folletos de Greenpeace España reproducen esta idea de que el hombre es un virus, o un cáncer, que hay que exterminar o, por lo menos, reducir en número. Hitler (por cierto, un ecologista convencido) nunca se atrevió a tanto. Aunque no dudo que buena parte de los integrantes de estos grupos se horroricen tanto como yo, deberían preguntarse cuantas de las campañas que apoyan no se basan en esta filosofía. Pues es este tipo de ideas el que justifica actuaciones como la que quiero mostrar en más detalle en este artículo, por ser la primera que tuvo éxito y por su gravedad: la historia de la prohibición del DDT.

En 1962, Rachel Carson publicó un libro titulado La Primavera Silenciosa, considerado como el punto de arranque del movimiento ecologista. En este libro, escrito en forma de ciencia-ficción, Carson empleaba de forma errónea las conclusiones de un estudio científico para probar que el DDT estaba dañando a algunas especies de pájaros y que en el futuro el uso de éste y otros pesticidas acabarían dañando irreversiblemente el medio ambiente.

A pesar del poco rigor científico del libro, los activistas que surgieron por doquier para lograr la prohibición del pesticida lograron su objetivo. En Junio de 1972, el jefe de la EPA, Sr. William Ruckelshaus, anunció públicamente la prohibición del DDT indicando que "la decisión tomada no tiene nada que ver con la ciencia. Se trata de una decisión política." Se imponía así un tremendo precedente. Desde entonces, en materia ecológica, los hechos científicos carecen de importancia y lo único a tener en cuenta es el grosor de la campaña ecologista.

El DDT había casi eliminado hasta su prohibición el contagio de muchas enfermedades tropicales, especialmente la malaria, contagiadas por mosquitos. Incluso algunos estudios indican que podría ayudar a la prevención del cáncer. Pero la prohibición o restricción del mismo en la mayoría de los países occidentales ha reducido la producción a una sola fábrica, situada en la India, y ha logrado prohibir su uso en casi todo el planeta.

Pero eso aún no es bastante, como demuestra la persistente campaña de Greenpeace por cerrarla, objetivo que posiblemente logre en el 2005. Es más, los ecologistas, representados por la WWF, Greenpeace y otras 250 organizaciones, intentaron en reuniones internacionales en los años 2000 y 2001 que se prohibiera a escala mundial el uso del DDT.

En 1948, antes del uso del DDT, se registraban anualmente 2.8 millones de casos de malaria. Para 1963 solamente se registraron 17. Estos bajos niveles de infestación se continuaron registrando hasta fines de los 60, cuando los ataques ecologistas contra el DDT en los Estados Unidos convencieron a las autoridades de suspender los rociados. En 1968 los casos de malaria subieron a 1 millón. En 1969 los casos ya estaban en 2.5 millones, de regreso a los niveles pre-DDT. Y esa cifra se ha mantenido hasta el día de hoy.

El 21 de Junio de 1992 se reunió en Washington, D.C., un grupo de científicos para analizar los efectos que la prohibición del DDT había tenido sobre la Humanidad, y en sus conclusiones calificaron a la prohibición con una sola palabra: genocidio. Este evento marcaba el vigésimo aniversario de la prohibición del insecticida que había salvado más vidas humanas que cualquier otro compuesto fabricado por el hombre, incluida la penicilina.

Este es el efecto de la más criminal, hasta ahora, de las campañas ecologistas. Una campaña que sólo puede explicarse si sus promotores consideran más importante la vida de unos pájaros que la de millones de personas.

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