Buscar


Portada » Relatos » Virtual

1 de Abril de 1995

Virtual

Roberto paseaba por el prado, disfrutando de la sensación del viento acariciándole la cara. Se tumbó en la hierba, extendió los brazos y miró al cielo, decidido a no hacer nada. Entonces una figura femenina le ocultó la luz del sol. Roberto se incorporó levemente y la miró. Era muy hermosa. Ella levantó su mano y rozó con ella su rostro. Roberto, sorprendido, la cogió de las caderas y la obligó a sentarse junto a él. Sus labios se unieron en un beso y la mano de él empezó a desabrocharle la blusa.

Roberto Gutiérrez se quitó su traje de realidad virtual y miró a su alrededor. La sala era redonda, con imponentes ordenadores y otros aparatos decorando sus paredes. Hoy no había demasiadas personas utilizándolos. Como esta observación no tenía ninguna utilidad la olvidó inmediatamente. Salió del Centro y se dirigió a su trabajo.

Al llegar a la oficina, conectó su ordenador y vio que tenía un mensaje de su jefe, Francisco Vázquez. Decía que debía hablarle de algo importante. Roberto deseó que lo que llamaba importante lo fuera por una vez y acudió a su despacho.

- ¿Deseaba hablar conmigo, señor Vázquez?
- Sí, pase. - Y al ver que Roberto se quedaba de pie protestó: - ¡pero siéntese, hombre!

Roberto se sentó mientras se preguntaba si Vázquez había olvidado de nuevo su nombre y esperó a que su jefe iniciara la conversación. Vázquez tenía la costumbre de no ir jamás al grano. Si no fuese tan eficiente en lo demás ya habría presentado una queja.

- ...El gobierno cada vez es más benévolo. - estaba diciendo Vázquez. - Hace unos años, a nadie se le habría ocurrido presentar una petición como la suya estando en su misma situación laboral. Además...
- Perdone, pero, ¿podría decirme para qué me ha llamado?

Vázquez sonrió, como si esperara esa interrupción. Lo cual no sería extraño; siendo su Consejero le conocía muy bien.

- Su petición de colaboración ha sido aceptada, Gutiérrez. Su nuevo colaborador se presentará esta mañana. No debería desaprovechar semejante muestra de confianza. Por eso espero que ese informe esté listo en un plazo de diez días.
- En tal caso, ¿puedo ir ya a trabajar?
- Sí, váyase.

Roberto salió pensando cuidadosamente su situación. ¡Diez días! Si su colaborador no era realmente bueno ya podía ir despidiéndose de su empleo. Se sentó delante de su ordenador, se puso su casco y su guante y conectó el entorno virtual. Un amplio abanico de opciones se extendió ante sus ojos y sólo con señalarlo, la opción de Estadísticas dio paso a una cantidad ingente de información ante sus ojos. Miró tristemente la de Evaluación de Trabajo Terminado, que indicaba tan sólo un 5%. Tan sólo había realizado un 5% del trabajo.

- ¿Sólo un 5%? ¿Y esperas terminarlo en diez días?

Como siempre había trabajado en solitario, Roberto se sorprendió de la incursión en su mundo. Vio que junto a él había una figura humana, aunque simple y tosca. Su ordenador no contaba con los últimos adelantos en simulación gráfica.

- Espero que lo terminemos en diez días.

Su compañero captó el énfasis que había puesto en la palabra terminemos y se calló.

- Ya que vamos a trabajar juntos, será mejor que nos presentemos. Mi nombre es Roberto.
- El mío Virginia.

¿Una mujer? Roberto se sorprendió sin tener en realidad ninguna razón para ello. En estos días era costumbre la no diferenciación sexual en el lenguaje y la figura y la voz que el ordenador simulaba eran completamente asexuadas.

- Supongo que ya estarás enterada del trabajo que debemos realizar.
- Sí. Lo que no sé es hasta dónde has llegado tú.
- A un callejón sin salida, al menos aparentemente. La aceptación social del implante telepático era nula en un principio, pero introduje unas modificaciones en su diseño, lo que hizo que aumentara al 5%.
- ¿Qué modificaciones?
- Verás, el diseño original era muy potente, pero demasiado grande. Eso provocaba que no se pudiese meter entero dentro del cráneo, sobresaliendo un pequeño cono metálico muy poco estético. Miniaturizé lo suficiente el aparato para que no saliese nada al exterior, aunque implicase una reducción en su potencia. Al fin y al cabo, no creo que nadie quiera leer los pensamientos de alguien situado al otro lado del planeta.
- ¿Y eso es todo lo que se te ha ocurrido?
- No. Después intenté realizar una simulación de lo que ocurriría si al principio se implantase en ese 5% únicamente y más tarde en los sujetos que lo pidieran. El resultado era de una aceptación total al cabo de dos años.
- ¿Y cuál es el problema entonces?
- Que el gobierno me prohibe esa vía. Supongo que no deseará que existan diferencias de clase tan altas en la sociedad. No le gustan las marginaciones. En fin, el caso es que el indicador de Permiso gubernamental está a cero. Eso es todo.
- Tengo una idea, ¿y si probásemos un diseño imposible?
- ¿Qué quieres decir?
- Que desarrollemos un receptor y un emisor de pensamiento por separado, aunque sea irrealizable, y ejecutemos una simulación de cada uno de ellos, a ver qué pasa. - propuso Virginia.
- Ya lo he hecho. ¿Creías que no se me había ocurrido? Fue casi lo primero que intenté. Como te puedes imaginar, el receptor era totalmente aceptado y el emisor totalmente rechazado.
- ¿Por qué dices que me lo debería imaginar?

Roberto se sorprendió. Menuda compañera le había tocado. Puede que no fuese tonta del todo, pero se acercaba mucho a ello.

- Porque los seres humanos somos curiosos y, a la vez, celosos de nuestra intimidad. ¿Es que ya se te han olvidado tus primeras clases de Antropología?
- Yo nunca he asistido a ninguna clase.

¡Una librepensadora! Le habían asignado una librepensadora. Sabía qué clase de personas, muy inteligentes pero autodidactas, eran bien consideradas por el gobierno, pero a él nunca le habían convencido. Los consideraba por debajo de cualquier persona con estudios. Es decir, los consideraba el nivel más bajo de humanidad. Y ahora debía trabajar con uno de ellos.

Virginia se dio cuenta del silencio de su compañero.

- ¿Qué ocurre? ¿Ya no tienes más que decir?
- Lo siento, pero no pensaba que me fuesen a asignar a una librepensadora.
- Vaya, otro igual, ¿qué tienes contra nosotros? ¿Piensas que somos inferiores?
- Sí.
- Bueno, al menos eres sincero. Solo faltaría que intentases ocultarlo. - dijo Virginia en tono burlón. - Pero eso no tiene importancia. Tenemos que terminar un trabajo y tenemos que terminarlo juntos.
- Estoy de acuerdo. ¿Alguna idea?
- Pues sí. Ya que por los métodos normales que os meten en el cerebro no has conseguido nada, tendremos que desviarnos de lo habitual. Una de las cosas que mejor resultado suele dar es buscar la respuesta en la Historia.
- ¿Y a qué nos puede llevar eso? Nunca ha pasado esto en el pasado. ¿Qué hay que buscar?
- Desde luego, qué tontos sois todos vosotros. Pues otros inventos, otros acontecimientos, cosas que hayan disminuido la intimidad en el pasado. Podríamos simular los métodos que utilizaron entonces en nuestro problema.
- Pero eso nos podría llevar mucho tiempo. Seguro que más de los diez días.
- ¿Se te ocurre algo mejor? ¿No, verdad? Así que será mejor que nos demos prisa.

La figura se volvió hacia los paneles de opciones y dudó cuál coger. Era obvio que nunca había estado en un entorno como éste. Roberto señaló por ella la opción de Conexión con el exterior.

- Gracias. - murmuró Virginia.

En poco tiempo, ella se hizo con el ordenador y empezó a dirigir la investigación. Sin darse cuenta, Roberto empezó a cumplir sus órdenes. Al fin y al cabo, jamás se había dedicado a la investigación histórica.

En los días siguientes la cantidad de hechos curiosos crecía y se multiplicaba. La resistencia a las innovaciones tecnológicas era de muchas clases y resultaba muy difícil aislar los que se referían a la intimidad. Encontraron desde gente que negaba que los aviones pudieran volar por considerar que nada más pesado que el aire podía hacerlo a otros que abominaban el viaje espacial por pensar que se estaba violando los dominios de Dios. Sin embargo, no encontraban nada que les fuese útil.

Tres días después todavía no habían conseguido nada. Varios intentos sin muchas esperanzas y otros tantos fracasos. Roberto dudaba ya de que la idea de Virginia fuese a dar buen resultado. Sin embargo, no se le ocurría nada mejor, así que debía seguir adelante.

Había notado que con el paso de los días estaba empezando a caerle bien su compañera. De pensar que era una mujer tonta (era librepensadora, al fin y al cabo) y de muy mal carácter, se había ido haciendo a una idea muy distinta de ella. Ahora la veía inteligente, amable, a veces hasta divertida. El sentido del humor era algo que los ordenadores todavía no habían conseguido eliminar. Inesperadamente, como para corroborar sus pensamientos, surgió una risa de la figura de Virginia.

- ¿De qué te ríes?
- Acabo de encontrar otra cosa que nos podría servir. Aquí, en un periódico del siglo pasado, hay un artículo sobre el atentado contra la intimidad que suponen... ¡los ordenadores! ¿No te resulta gracioso?
- A una semana de perder mi empleo, nada me resulta gracioso.
- ¿Pero no te parece divertido? Había gente en contra del mayor adelanto de todos los tiempos. Lo que nos ha liberado del trabajo rutinario, lo que nos ha liberado de la carga que suponían nuestros sentimientos.
- Todo eso está muy bien, pero ¿por qué se quejaban?
- En aquel tiempo empezaban a extenderse las grandes bases de datos. A la gente le parecía intolerable que en un futuro cercano cualquiera pudiera tener acceso a sus datos personales.
- ¿Y sucedió? Quiero decir, ¿podemos tener acceso a los datos de cualquiera?
- Pues claro, en cualquier terminal callejero, o desde aquí, o desde tu casa, ¿no lo has hecho nunca?
- No, ¿para qué lo iba a hacer?
- Sí, bueno, me olvidaba que no eres librepensador. Estás demasiado programado para tu labor como para dedicarte a cosas que no tengan nada que ver con él.

Roberto suspiró. Virginia no desaprovechaba la ocasión para insultar a los de su clase. Esta vez no le dio la satisfacción de contestarla. Sabía que perdería la discusión, como siempre.

- Y volviendo a tu artículo, ¿nos sirve para algo?
- Me temo que no. Lo comprobaré, pero creo que utilizaron tu método de introducirlos poco a poco.

En ese momento el cielo del entorno enrojeció. Roberto recordó que hoy tenía una cita con su Consejero.

- Este aviso es para mí. - dijo Virginia
- ¿Estas segura? Yo había programado uno también.
- Veamos.

Virginia señaló la opción de Aviso. Era increíble lo rápido que había aprendido a manejar el ordenador. A él le había costado semanas. Ante sus ojos apareció una nota. Decía que ambos debían acudir a sus respectivas citas con sus Consejeros.

Roberto se quitó el casco y los guantes y esperó a que Virginia hiciera lo mismo antes de desconectar el ordenador. Al mirarla se dio cuenta de que era la primera vez que la veía fuera del entorno del mismo. Siempre llegaba antes que él, y se iba después. Era un poco bajita. Tenía el pelo y los ojos de color negro y era guapa, aunque no demasiado. Llevaba un traje ajustado que revelaba una figura muy bien formada. Virginia se dio cuenta de que la estaba mirando y murmuró:

- ¿Pasa algo?
- No, nada.

Y se fueron cada uno a su cita.

Mientras esperaba en el andén, Roberto pensaba en el cambio que se había producido en sus sentimientos hacia Virginia en los cinco días que habían pasado desde que la conociera. Estaba notando que a veces necesitaba ver su figura en el entorno virtual, asegurarse de que seguía allí.

- ¡Maldita sea! ¿Es que ese maldito tren no va a llegar nunca!

Al instante se arrepintió de haber dicho eso. Algunas personas empezaron a mirarle. Sabía que se aprenderían de memoria su cara y que le denunciarían, esperando que le ordenaran una nueva sesión de realidad virtual en el Centro. Sin embargo, Roberto no pensaba que lo fuesen a hacer. No era una cosa muy grave y tenía que disponer de todo su tiempo para el trabajo.

El tren del Monorraíl se paró lentamente en el andén y Roberto entró en uno de los vagones. Se sentó en el primer asiento vacío que encontró y continuó pensando en ella. No había hablado de esto con su Consejero; era la primera vez que hacía algo semejante. Pero se daba cuenta de que lo que empezaba a sentir por Virginia y a lo que no se atrevía a dar nombre era demasiado fuerte, demasiado intenso como para que le fuera permitido pasar sin una visita al Centro Purificador. Y era agradable sentirse así. Tan sólo temía que dentro de cinco días dejaría de verla, probablemente para siempre.

Roberto miró por la ventanilla. Siempre le había gustado ver la inmensa ciudad desde el tren elevado. Era una de esas irracionalidades que todavía le quedaban y que quizá fueran la causa del rechazo de la gente al implante telepático. Quizá no quisieran que se les conocieran esas pequeñas cosas.

Estaba tan ensimismado que casi no se dio cuenta de que el tren estaba llegando a su estación. Esperó junto a la puerta y se bajó. Pocos minutos más tarde estaba llegando a su trabajo. Virginia ya estaba dentro del ordenador. Roberto se sintió repentinamente triste por no poder ver su rostro.

Poco después, él también estaba dentro del entorno. Virginia le saludó mecánicamente y siguió trabajando. Roberto cogió sus notas y empezó donde lo había dejado el día anterior. Aquel día trabajó mejor de lo normal en él. Pero no le sirvió de nada. Ninguno de los dos se había acercado más a la solución al finalizar el día.

Roberto tenía ese día un par de horas asignadas a Tiempo Libre. Poco antes de irse le preguntó a Virginia si no lo tenía ella también. Sabía que solían asignar esas horas conjuntamente a compañeros de trabajo.

- Sí, - respondió Virginia - pero creo que será mejor que trabaje. No nos queda mucho tiempo.
- ¿No quieres que nos vayamos los dos a divertirnos?
- De verdad, prefiero trabajar.

Roberto se sintió desfallecer. Y se fue sin ella. Necesitaba divertirse, olvidarla aunque fuera sólo por un par de horas. Pero mientras caminaba en dirección a un Centro de Diversiones, vio un terminal en la pared de un edificio cercano y no pudo resistir la tentación de investigar.

Le fue difícil navegar entre las diversas opciones del programa, pero consiguió acostumbrarse pronto a un entorno no virtual. Una hora después, los datos personales de Virginia desfilaban delante de sus ojos. Tenía tan solo 21 años y era muy apreciada por el gobierno. Había colaborado en la solución de varios proyectos complicados. Incluso había sugerido la identidad del culpable del famoso asesinato de hace tres años, el único que había ocurrido en los últimos diez. Mientras leía iba creciendo su admiración por ella, pero también su temor. Empezó a pensar que era demasiado inferior a Virginia.

El día anterior, Virginia le había dicho que tenía una idea más, y que hoy se la comentaría cuando llegase. Estaba impaciente por llegar, por verla de nuevo. Pero no quería, bajo ningún concepto, que su idea resultase buena. Eso significaría que no la volvería ver.

Lo único que deseaba era un gesto, una palabra, que le indicase que ella sentía lo mismo que él. Y, aunque en realidad no creía que fuese a suceder, tenía la irracional sensación de que podía ocurrir. Un pensamiento que quizá mantuviese por la extraña sensación que le inundaba cuando intentaba ser realista. Era algo que no podía describir con palabras, pues no se las habían enseñado; era como si algo se desgarrase dentro de él. Estaba comprendiendo que eran en realidad los sentimientos. Y le gustaba sentir, aunque fuera a veces doloroso. No eran esa atrocidad que había creído desde hacía tanto tiempo que ni siquiera lograba recordarlo.

Al entrar en su despacho, le sorprendió verla allí sin casco ni guantes y esperándolo con una expresión triunfante dibujada en su rostro. ¡Maldita sea!, pensó Roberto, espero que no lo haya logrado tan pronto. Pero Virginia despejó sus dudas:

- ¡Ya está! ¡Lo hemos conseguido!
- Pero, ¿cómo lo has hecho? - dijo Roberto, disimulando su decepción.
- Perdona que no te lo contara ayer, pero prefería que siguieses trabajando por tu cuenta, por si mi idea no cuajaba. Verás, ayer encontré un artículo llamado Burocracia y Ciencia.
- ¿Qué tiene que ver eso con la intimidad?
- Déjame hablar. Se me ocurrió que lo nuestro podría ser un problema más burocrático que otra cosa e investigué un poco por ahí.
- ¿Y qué encontraste?
- En ese artículo se hablaba del caso de un biólogo que estuvo varios meses esperando fondos para una investigación en las ciudades submarinas. Su problema, como el nuestro, consistía en que el gobierno no daba la autorización para su proyecto. Y, puesto que no podía hacer otra cosa, se dedicó a investigar los mecanismos que utilizan los ordenadores para aprobar o rechazar automáticamente proyectos científicos.
»El programa que se encargaba de ello era bastante simple y un poco anticuado. Como el artículo se remonta a diez años atrás pensaba que ya lo habían cambiado. Por eso no te dije nada. Pero me equivocaba.
»El programa tiene la función de reducir el número de casos sobre los que el gobierno debe decidir. Hay varias características que provocan la aceptación o el rechazo automáticos, pero, como el programa no es muy bueno, hay ciertos casos especiales que debería contar como excepciones y no lo hace.
- ¿Qué casos?
- Proyectos de mucho impacto social. Ahí el gobierno tiende a conceder ciertos privilegios que el programa no da. Son proyectos como el de ese biólogo, o como el nuestro.
»Sin embargo, no es el único defecto que tiene. También tiene grandes lagunas de seguridad. En otras palabras, es bastante fácil saltárselo. Y eso hice. Ayer mandé una solicitud al gobierno por encima del programa y hoy me ha llegado la respuesta. Han aceptado tu propuesta.

Roberto se dio cuenta de que todo había terminado. Pero también de que ella se iría, hoy mismo, en cuanto se lo dijesen a Vázquez. No podía hacerse a la idea. No podía permitirlo.

- Bueno, ahora podremos descansar dos días. - dijo, intentando aparentar naturalidad.
- ¿Cómo? No entiendo.
- Hemos terminado dos días antes de lo previsto. Podemos esperar esos días antes de entregar los resultados. Podemos hacer algo, irnos por ahí a divertirnos juntos.
- ¿Estás loco? ¿Para qué quieres hacer eso? ¿Sabes lo que dirían nuestros Consejeros?
- No quiero que te vayas, Virginia.

Roberto la miró con ojos esperanzados, mientras ella se esforzaba en comprender. Cuando al fin lo hizo, abrió los ojos, horrorizada, y se marchó.

Roberto hundió la cabeza entre sus manos, desesperado. No se sorprendió cuando llegaron los guardias.

- Gutiérrez, ¿pero cómo se le ocurre? Sentir amor - Vázquez casi escupió la palabra, tanto era el asco que sentía al pronunciarla. - por una compañera de trabajo. ¿Por qué demonios no me dijo nada?

Roberto casi se asustó. Era la primera vez que veía a Vázquez verdaderamente enfadado.

- No podía. Me sentía bien, mejor que nunca. No quería que aquello acabase. No quería una sesión.
- Se sentía bien, se sentía bien. Pero mírese, hombre. Está hundido, desesperado. Podemos dar gracias de que ella sea una buena ciudadana y no haya dudado en decírnoslo. Y a usted eso le ha destrozado, por lo que veo.

Vázquez se puso de pie y empezó a pasear por su despacho, pensativo. Suspiró y dijo:

- No parece que entienda usted nada. Lo mejor de nuestra sociedad son precisamente esas sesiones. Todos esos grandes ordenadores son capaces de leer nuestros pensamientos y, lo que es más importante, tienen también una capacidad limitada de cambiarlos. Captan nuestros sentimientos y los calman llevando a cabo nuestros más ocultos deseos, lo que pone nuestra mente en perfecto estado para recibir nuevas ondas de pensamiento. Sin embargo, lo mejor es que todo esto ocurre en una realidad virtual, sin hacer daño a nadie ni poner en peligro la estabilidad social.
»Con eso consiguen que nuestros sentimientos más fuertes queden ahogados ahí dentro y no perturben nuestra eficiencia. Somos una sociedad que trabaja y que avanza, y los sentimientos no son más que un obstáculo que debemos superar. Y ese implante telepático que han conseguido simular con éxito será el último paso hacia nuestra perfección.

Roberto abrió la boca, asombrado. Eso no se lo esperaba.

- ¿Por qué? - logró balbucear.
- No sea ingenuo. ¿Realmente cree que lo más importante de ese aparato es la posibilidad de la comunicación telepática? Lo verdaderamente importante es que, por fin, los ordenadores tendrán un acceso total a nuestra mente. Ya no necesitaremos sesiones, ni consejeros. Los ordenadores nos vigilarán y nos ayudaran a alcanzar la perfección.
»Nuestro pensamiento y nuestra voluntad estarán por fin encauzados al bien común. Todas las utopías que han sido imaginadas se harán al fin realidad. Pero la diferencia con ellas es que seremos completamente felices, porque las máquinas conseguirán que lo seamos.

Vázquez se sentó encima de su mesa y pulsó un botón de su ordenador. Al instante, aparecieron tres guardias en la puerta.

- Llévenselo al Centro Purificador. Que le asignen uno de los ordenadores principales, lo necesita.

Mientras le agarraban, Roberto se dio cuenta de que esa monstruosidad que abominaba la había creado él. Se sintió como si fuera el asesino de la humanidad. Y empezó a llorar mientras se lo llevaban.

Cuando desaparecieron de su vista, Vázquez se sentó y miró por la ventana de su despacho. Sabía que en cuanto volviera, Roberto sería de nuevo el de siempre. Aunque haría bien en vigilarle más de cerca. Había notado que se había exaltado mucho en su discurso. Demasiado. Quizá fuese el momento de que él también fuera a una sesión.

Vázquez miró orgulloso cómo sus tropas aplastaban a los ingleses en ese lugar llamado Waterloo. Su capacidad militar había superado a la del mismísimo Napoleón. Y empezó a dar órdenes a sus subalternos de que le prepararan un plan de invasión de Inglaterra.

Por la ventana del cuartucho se veían las calles de un suburbio de Nueva York. Dos bandas rivales se enfrentaban en ellas sin que apareciese la siempre ausente policía de 1980, pero eso a Roberto no le importaba. Se sentó en la cama y abrió el cajón. De él sacó una pistola, la miró, la puso dentro de su boca, y disparó.

© 1996-2024 Daniel Rodríguez Herrera - XHTML 1.1 - CSS2 - Alojado en 1&1 Ionos